Título: Zapatos
Escrito por: Marc Cosdán
No hay zapatos que te aprieten
o vallan
holgados.
Hay vidas que
corretean y
experiencias
que nos aprietan.
Dedicado a todos los valientes que alguna
vez han
caminado descalzos.
Querida madre. Quiero contarte como ocurrió todo y te dejes de una vez de las historias que te llegan por todos lados. Sabes que las cosas se magnifican y deforman hasta el punto de volverlas chismes que no tienen nada que ver con la realidad. Por eso me atrevo a decirte, y no pienses que soy un mal hijo, o un despiadado que no ha tenido en cuenta nada de lo que sus padres le han enseñado a lo largo de la vida. He estrenado unos nuevos zapatos y de eso debes sentirte orgullosa.
Eran una de esas tardes locas, en las que caminábamos hacía el pueblo más cercano para irnos de marcha y Laura iba conmigo, sin apartarse demasiado. Lo hacía arrimándose continuamente, como si fuese su novio o quisiera algo conmigo. Siempre me apartaba, e incluso le decía que no se arrimara tanto, que por su culpa la Lola no se iba a fijar en mí, con lo galante y apuesto que me había arreglado. También le dejé claro que no me interesaba, que no era mi tipo y que la Lola me movía el corazón. Aún no había tenido una respuesta afirmativa de Lola, pero quería dejarle claro que me ocupaba la mente y el alma. No quería que se me notase nervioso o distraído, o se me viera cara de un cualquiera, que se enamora de quien sea, solo por tener un contacto físico y sexual.
Mientras Lola me esperaba en el pueblo, Laura se había colocado los zapatos de tacón para atraerme. Traté por todos los medios no mirarle a la cara, ni besarle, ni decirle nada que pudiera comprometerme. Pero sin embargo solo hacía que pasearse delante de mí sinuosa, con cierta gracia y vitalidad. En mi debilidad masculina le miré algunas veces de soslayo y pensé lo que haría si no tuviese ocupado mi corazón. Reculé antes de venderme sin querer ser pieza de dos juegos. Los zapatos le hacían más esbelta y bella, y la dulzura de su rostro acompañaba a la hermosura de su cuerpo, casi perfecto. Hablamos por el camino de nuestras locuras infantiles, y de nuestro juramento. A mí me supuso abrir de nuevo la herida que tenía cicatrizada y cambié de conversación explicándole cosas de Lola.
Por el camino se quitó los zapatos. Caminó descalza durante un largo trecho. El sol caía por el horizonte y no dejaba de mirarme queriendo decirme con sus ojos que me deseaba, que quería algo conmigo.
Habíamos crecido juntos desde niños, uno al lado del otro. Portal con portal. En el mismo pupitre escribíamos corazones, juegos de infancia nos acompañaron. Juramos que íbamos a ser novios, aunque a esas edades no sabíamos que era eso, lo hicimos porque creímos que todo iba a ser igual durante el resto de la vida. Y cuando crecimos la vida nos cambió. Su familia se fue lejos, a otro pueblo porque ahí no había trabajo. La distancia y el tiempo nos separaron, alejándonos de esa realidad en la que habíamos crecido. Antes de partir me dio un zapato llavero, y me dijo que en él había dejado escrito muchas cosas, todo lo que anduvo conmigo, y esa pubertad en la que revolucionados crecimos atraídos el uno por el otro. Que con nadie había tonteado tanto como conmigo, y que si me alejaba de ese juramento mirase el zapato para recordarme que no debía abandonarlo.
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La tuve presente muchas noches, a la espera de ver pasar por el cielo una estrella fugaz y pedirle que volviera. Pero no ocurrió. Los días pasaron y tras noches nubladas y despejadas ninguna estrella pasó por el cachito de cielo que me dejaba ver el cuadro de la ventana. Y acabé por dejar en el cajón su zapato llavero.
Quiero decirte que no perdí la esperanza, acuérdate que su tía Manuela venía con noticias de la familia y nos explicaba cosas, a veces inoportunas. La recibíamos algunas tardes en el patio de casa, y vosotros tomabais un café con pastas secas. Durante toda la tarde os enzarzabais en charlas sobre la vida y el futuro, dichoso futuro, tan incierto que se me ponían los pelos de punta, porque todavía era pequeño y no entendía según qué cosas. Sobre todo cuando comenzabais a decir que el dinero se os caía de las manos sin daros cuenta. Cuando llegabais a ese punto me marchaba al comedor, con la escusa de tomar un vaso de agua, y me quedaba tras la puerta a la espera que acabarais los resoplidos de un futuro incierto. Temí no volver a verla nunca más, y así fue durante muchos años, aunque su tía trajera noticias de Laura.
Después cambiabais de tema, y tú le preguntabas por sus padres. A Manuela se le ponía una sonrisa en la boca y miraba a ver si escuchaba detrás de la puerta, para susurrar esas cosas que me removían el estómago. Los juegos en el patio, las tardes en el parque… lo buen mozo que era a temprana edad. Y vosotros sonreíais halagados.
Aquellos días de juegos e inocencias llegamos a besarnos en la boca cuando jugábamos en el patio. La inocencia estaba impregnada en cada beso, y más que un amorío era un juego del cual vosotros sonreíais diciéndonos que éramos muy monos. Que para dárselo a otro mejor entre nosotros, y así todo en familia. Os estirabais al vernos hacer ese gesto, y nos alimentabais con vuestros comentarios, creyendo íbamos a casarnos cuando fuéramos adultos. Su tía siempre se sintió tan bien conmigo que me llamaba hijo, y me traía las tartas de merengue los domingos por la tarde, hasta que estuve bien crecido. Entonces tú te ponías guapa, y te maquillabas como si fueras a una fiesta, estrenabas zapatos y te volvías el centro de atención a pesar de las penurias económicas.
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Más de una vez tuviste que cambiarte de zapatos porque te iban holgados. Las veces que engordabas y adelgazabas se sumaban de continuo por el trabajo de papá. Cuando se quedaba en paro comías desesperada, hasta que encontraba trabajo y te distendías. Por eso tenías una larga ristra de zapatos en el zapatero, ordenados por color. Colores de todos los tipos que utilizabas según el día y la ocasión. Uno de los días que me esperaste a las puertas del colegio llevabas unos verdes, (el mismo color que me dio ella antes de marcharse) te vestiste guapa porque íbamos al oculista, y de camino el zapato te hizo una llaga en el talón. Al día siguiente te explotaste la ampolla con una aguja, y dejaste aparcados los zapatos durante varios meses. Decías que el zapato se te había quedado pequeño, que si lo llegas a saber ni te los pones. Que notaste que te apretaban un poco, pero, ¿quién se iba a imaginar que te iba a hacer esa herida?. Y mira que ya estabas cansada de heridas sin cicatrizar, como la que tuviste con el abuelo cuando te echo de casa por falta de acuerdo en la repartición de la herencia al morir la abuela.
A ti nunca te gustó caminar descalza, decías que las piedras se te incrustaban en tu delicada piel y te producían rasguños que se te infectaban. Por eso siempre ibas bien calzada, con calzado de piel, solo de piel. No podías permitirte otra cosa. Algunos de tus zapatos eran medidas especiales por la forma de tu pie, a causa de los juanetes. Y sin embargo, a Lucia no le importaba caminar descalza por el camino arenoso hacía el pueblo, sin agravio ni quejas, porque sabía lo que le esperaba al final. Lo hacía como una princesa, sensual, más que tú cuando te arreglabas y para presumir te ponías un número menos para sentirte firme y el zapato no se te saliera, decías te daba seguridad y firmeza, cuando estabas destrozada por dentro. Eras maniática.
Por el camino le dije a Laura que podríamos haber venido en coche por si volvíamos tarde de la fiesta, pero hice bien en no cogerlo si no hubiese ocurrido lo indecible antes de tiempo, en cualquier tramo del camino. Porque Laura ya no es una niña, aquella que se fue lejos por culpa de la economía, si no que es una mujer de pies a cabeza, tan linda como cuando jugaba con ella en el patio a ser marido y mujer, y que se marchó con un juramento.
Aun conservo el zapato llavero en la mesita de noche, y se ha comprado otros del mismo color, porque dice que le recuerdan a aquel día. Que nunca se sintió bien con los nuevos, que prefería los viejos aunque le resultaran incómodos. Y le dije que lo olvidara, que nos dejáramos de historias, que cada uno teníamos una nueva vida y debíamos dejar pasar aquellos juegos de niños, porque eran de niños. No supo donde mirar, lo hizo a la derecha para que no le viera la cara, y como las lágrimas le salían del lagrimal acumulándosele en los párpados. Intentó tragárselas sin remedio, pero del ojo derecho le calló una. Se mantuvo erguida y siguió el camino sin prisa, con los zapatos aun en la mano. Y dejó de mirarme durante diez minutos, en un silencio que nos llevó a escuchar el viento correr y los rayos del sol abriéndonos los ojos.
Me sentí mal. Después de tan larga pausa volvía a verla, pero ya le dije que estaba enamorado de otra, que mi vida entera la había pasado a la espera y que el tiempo cura heridas, cierra puertas y abre otras. Que no podía esperar eternamente, que soy humano, que mi corazón dividido tenía que unirlo si no quería ser un viajero más de la vida, solitario y sin cauce.
Comencé en el largo camino a serle sincero, a desvelar esa parte de mí que antes nunca le había dicho. Y me descalcé. Me quité los zapatos grises de punta, para acompañarle en el camino. Eso le llamó la atención y me miró los dedos de los pies. Comprobó que aun mantenía la herida que me hice jugando con la pelota en el patio del colegio. Eso le evocó recuerdos de infancia y comenzó a decir cuánto echaba de menos aquellos juegos. Echó a correr, pronunció mi nombre y se suponía que debía ir detrás, para acabar pillándola y darle un beso en la mejilla. El corazón me dio un vuelco, solté el calzado y le perseguí. A ella se le cayó por el camino, uno más adelante que otro, hasta que tropezó y rápido la cogí. Tuve ganas de apretarla contra mi pecho, haciéndola mía. Le miré durante unos segundos a los ojos. Cuando nos levantamos nos pusimos el calzado, y caminamos de la mano.
“T´estimo”, me dijo dos veces, y no la entendí. Lo repitió dos veces más y me besó. No pude resistirme, aunque mi corazón estaba por Lola me hizo un vuelco. Pero aquello quedó entre nosotros, y esto también hará lo mismo.
Lola no vino a la fiesta. Fue genial nuestro reencuentro. Al día siguiente le compré a Laura unos zapatos nuevos por esta nueva vida y me dio otro llavero junto a una llave, para que me fuera con ella. Y así lo hice. Nunca quise herirte. Ya nos veremos en la zapatería. Espero lo comprendas.
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